Dios, en sus geniales y siempre sorprendentes regalos, me dio un sueño maravilloso en la noche de este Domingo 19 al lunes 20 de Marzo: volver a encontrarme con el querido e inolvidable padre Domingo Cuasante (1913 – 1988), de los Padres Bayoneses; que nos marcó la vida a miles de niños y adolescentes, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de Rosario, en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Se van a cumplir treinta años de su partida a la Casa del Padre; y su presencia entre nosotros es cada vez más vasta, más inspiradora, y más desafiante.
Es que nuestro españolísimo cura forma parte de ese ejército de sacerdotes y consagrados a los que se padece por sus exigencias en los años infantiles, y a los que se les agradece, por eso mismo, durante toda la vida. Tuve, al igual que numerosos compañeros de entonces, la dicha de tener sacerdotes y padres coherentes; lejísimos, por cierto, del tsunami muchachista y demagógico que hoy degrada a numerosos adultos, y mutila el porvenir de tantos niños y jóvenes.
En mi primer libro, Católico… y periodista, de 1997, le dediqué el capítulo Cuasante, el cura futbolero que nos ganó por goleada. Decía allí que “a fuerza de ‘sufrir’ su severidad aparente durante años, aquellos niños y adolescentes que alguna vez fuimos, rescatamos hoy en la juventud o en la madurez las huellas imborrables que dejó en nuestras mentes y corazones.
“Lo recuerdo siempre erguido, con la mirada bien alta, como para ver tras sus pesados anteojos mucho más allá de cada acto. Invariablemente con sotana, solo la dejaba por una camiseta o algún mameluco por las noches y madrugadas que, con bíblica paciencia, arreglaba los metegoles, las ‘pelotitas voladoras’, la billarda, los billares y cualquier otro juego salido de su ingenio y fabricado con un par de maderitas, alambres y piolines… Ciertamente, no era fácil para nosotros adaptarnos a su disciplina. El pelo corto, formar fila solo sobre las líneas pintadas en el suelo, no juntarse a la salida del colegio ni aflojarse la corbata o el guardapolvos, eran inevitables. Y aquel que no cumplía esas exigencias, se quedaba sin los juegos vespertinos o de los recreos…
“Por la tarde, teníamos también un par de horas de juegos no obligatorios, aunque tal vez más concurridos que si los hubiesen sido… ‘Quiero a los chicos la mayor cantidad de horas en el colegio –confesaba una y otra vez a los profesores-. Aquí no aprenderán ningún vicio’…
“Bajaba de una corta siesta, dispuesto él también a divertirse y, tras una pequeña y vibrante arenga sobre Cristo, la juventud, la familia y las virtudes, su ‘¡Viva Jesús!, y nuestro inmediato y vigoroso ‘¡Viva!’, marcaban el inicio de una tarde sin igual. La despedida, casi litúrgica, nos encontraba a todos cantando y saltando junto a él, al compas de lo que él mismo había compuesto: ‘arre – que – te chim – pe, chimpe, chim – pe: paso con dei – ro, dei –ro, dei – ro; uno con dos, dos con uno, Co –razón, Co- razón, Sa – grado Co – razón”.
Literalmente, pugnábamos por ser sus monaguillos, en la misa diaria de las 19.15. Y, en más de una ocasión, íbamos a sorteo; pues no podíamos entrar todos en el presbiterio. Invariablemente con sotana roja y roquete, lucíamos honrados nuestro servicio al altar; conscientes de que era el premio a la perseverancia que nos daba Jesús, por intermedio de su cura todo terreno.
Y, cuando llegábamos a la secundaria, lo teníamos como profesor de Zoología, en segundo año. En aquel 1975, empezando a vivir yo toda mi rebeldía adolescente, me fascinaba de cualquier modo verlo en los recreos de diez minutos llenar el pizarrón con sus dibujos de ranas, langostinos, y otros animales para que, detalladamente, indicásemos, como parte de la lección, sus diferentes miembros y funciones.
Y, aunque yo era vago, no quería defraudarlo. Por eso me las ingeniaba para, al menos, aprender lo necesario. Lo cierto es que, 42 años después, no puedo dejar de recordarlo, en el frente del aula “subiendo la escalera ( dando pasos estruendosos, con ostensible alzar de sus piernas) del reino animal: protozooarios, poríferos, celenterados, equinodermos, artrópodos, nematelmintos, lofostomas, vermes (o gusanos), moluscos, procordados, vertebrados”. Con vehemencia alertaba sobre los parásitos, insectos y otros bichos dañinos y eso, años más tarde, también le serviría para hacer docencia entre los pobres más pobres del norte del país. Solo Dios sabe cómo evangelizó y luchó contra la vinchuca y el “mal de Chagas”, en la parroquia San Roque, de Santiago del Estero.
Allí, en ese destino, su labor pastoral alcanzó la plenitud y el reconocimiento definitivos. Sus desvelos por el deporte como medio para el respeto del propio cuerpo y camino hacia Dios, lo llevaron a concluir un ateneo con cancha de básquet, escenario y otras instalaciones para recreación.
Iba y venía, en bicicleta, por su modestísimo barrio “Sargento Cabral”, en busca de los hijos más alejados. El hospital “Independencia” supo de su permanente presencia entre los enfermos. Y, por si todo eso fuera poco, habilidoso como era en distintos oficios, se ocupaba con sus propias manos del mantenimiento edilicio de la parroquia… Aun extenuado por tanta entrega a Cristo y la Iglesia, las tórridas madrugadas santiagueñas lo sorprendían, una y otra vez, sin poder dormir por el calor. Y allí estaba, regando los paraísos que plantó con especial cuidado, sabedor de que la aridez del suelo era un obstáculo más a vencer.
En la última madrugada quiso volver a visitarme, como lo hizo tantas veces, especialmente desde mi Ordenación sacerdotal… Escuché su voz, de fondo, en el ensayo de un coro juvenil. Eran claras, como siempre, sus instrucciones, nacidas de su convicción y coherencia. En un momento oí que dijo “Ahora a dejar de cantar, y a correr”… Todos nuestros músculos deben darle gloria a Dios.
Bajé la escalinata de lo que sería el colegio, mientras los chicos iban y venían en su ejercicio; y al estar cara a cara con él, los dos de sotana, por cierto, mi admiración me impedía articular palabra. Solo le dije, ¡Siempre está en todo, padre Cuasante! Su rostro estaba más radiante que de costumbre; brillaba como nunca en mi corazón agradecido. Dios nos quiere en todo, querido padre Christian… Para eso somos sacerdotes.
Quise decirle todo lo que no le dije en vida. Quise abrazarlo para contagiarme, de algún modo, de su perpetua pasión por Cristo y la Iglesia. Quise invitarlo a que me diera una mano en mis exigentes destinos… Pero era la hora de su hasta luego. Con su risa llena del Corazón de Jesús, y su gesto decidido, entendí que me decía, Ahora es tu turno, yo te acompaño desde arriba.
Gracias por su nueva visita, queridísimo padre Domingo. Le estoy debiendo, como sacerdote, una Misa y unas flores en Villa Jericó, en las afueras de Santiago del Estero, donde está sepultado. Sabe, de cualquier modo, que está en mi patena y en mi cáliz, en todas mis misas, hasta el día en que yo también deba partir a decirle Aquí estoy, al Padre Eterno.
Eso sí, le pido un gran favor. No deje de visitarnos a mis compañeros y a mí. Está en el mejor de los lugares, y por lo tanto nunca se ha ido de entre nosotros. Necesitamos que nos ayude a ser nuevamente niños (Mt 18, 3) para poder entrar algún día, aunque sea arrastrándonos, en el Reino de los Cielos.
Para que no nos rindamos en este colosal combate posmoderno, frente al ateísmo materialista, y demás enemigos de Cristo y de la Iglesia; y podamos ser auténticamente felices en la lucha por la santidad. Para que entendamos, definitivamente, como usted nos enseñó, que todo lo podemos en Aquel que nos conforta (Flp 4, 13).
por adoracionyliberacion | 27 abril, 2018 Pater Christian Viña